Por su belleza, la Semana Santa de Sevilla es una fuente constante de inspiración para escritores, fotógrafos, pintores, etc, que intentan plasmar en sus obras el flujo de emociones que les produce su contemplación.
Os animamos a expresar vuestros sentimientos y compartirlos con nosotros. Estaremos encantados de ver vuestras obras y mostrarlas en este espacio especialmente dedicado a ellas.
Busca tu Semana Santa.
La de los grandes misterios o la de los pequeños crucificados. La de la nostalgia o la de la ilusión por lo que está al llegar. La de las lágrimas de una dolorosa que sanan el dolor y el sufrimiento o la de los cristos que derraman misericordia a su paso. La del sonido de una corneta recortando la brisa cargada de azahar o la de las notas de un oboe surcando las nubes de incienso.
Busca tu Semana Santa, la del sabor añejo de las hermandades del centro o la del aire fresco de los barrios. Busca la Semana Santa de las revirás, la de los cortejos anacrónicos o la de los cultos en los templos. La de los besamanos, la de los traslados o la de la preparación de los pasos en la penumbra de una iglesia.
Busca.
Busca la Semana Santa de los detalles y la de los símbolos que llevan el peso de la historia.
Busca en ella una rosa del color de la sangre. Busca un silencio que oprime. Busca una voz rota en forma de saeta. Busca una cruz que te invita a seguir su camino y una espina que se vuelve algodón para que los niños la besen. Busca el crujido de una rampa que provoca estupor cuando 80 pies cargan con la ilusión de toda una ciudad. Busca la sonrisa de una niña subida a los hombros de un costal de la vida. Busca la mirada de las personas pidiendo compasión y las lágrimas de un agnóstico que se emociona.
Búscala.
José Carlos Antequera Roa
La primera vez
Yo quisiera no haber nacido en mi ciudad. Pero sólo un instante, el que va de una Luna a otra Luna. Sólo en ese momento, habría podido ser de otro lugar, venir de fuera, un extranjero en mi propia tierra. Ese instante, eterno, me daría la oportunidad de ver, por primera vez, aquello que llevo toda la vida viendo. Me devolvería la experiencia que ya no recuerdo, la experiencia de la emoción efimera y fugaz. En ese instante, infinito, volvería a sentir aquello que el tiempo ha evaporado y transformado en otra cosa, otra cosa bonita pero más contenida, tranquila y sosegada.
Yo quiero volver a sentir aquello que se siente cuando se ve, por primera vez, el rostro del Gran Poder. Quiero volver a quedarme sin el don de la palabra cuando miras, por primera vez, cada mejilla de la Macarena y no puedes entender porqué te llora y te sonríe a la vez. Quiero saber porqué se agita el espíritu cuando recorres, por primera vez, calles angostas, tibias por las nubes de incienso, con un olor a liturgia solemne, y llegas a una plaza decorada con naranjos, iluminada sólo por el brillo de una Luna de Pascua, lisa, brillante, mientras una muchedumbre enmudece al paso de un Cristo que expira a pesar del trueno roto de una saeta que intenta mantenerlo en vida.
Sería bonito volver a sentir, como la primera vez, el remordimiento de ver tanto sufrimiento en devota penitencia tras los pasos de un Cristo Nazareno, sentir la Esperanza cuando una mano se deja ver por los faldones de un palio de barrio y alguien la acaricia para darle la fuerza que, quizás, ya no le queda. Y sentir, como la primera vez, la emoción de unos padres que acompañan a sus pequeños monaguillos, cuyas caras rebosan de temprana felicidad mientras reparten sonrisas a un público expectante por lo que está al llegar.
Quisiera pedir, por un instante, no haber nacido en mi ciudad. Sólo así, en ese momento, volvería a sentir aquello que se siente cuando ves tu túnica preparada por primera vez, sentir los brazos de tu madre que te acompañan hacia tu primera procesión, o los hombros de tu padre en ese costal de la paciencia que te aupa para ver aquello que jamás vas a olvidar. Porque tiene que ser así, una madre, un padre, una túnica y una primera vez.
José Carlos Antequera Roa
Sus primeros 400 (1 de octubre de 1620 - 1 de octubre de 2020)
Sentir es como vivir en sueño. Y en sueño hay que vivir cuando afloran tus recuerdos.
En el mío, veo la puerta de una iglesia abierta, y la silueta de unos capirotes negros y espigados revoloteando con movimientos nerviosos mientras esperan el ansiado momento de salir. Y, entre ellos, un cielo oscuro cayendo sobre una plaza iluminada por unos cuantos faroles que se prepara para una noche de penitencia. Sobre mis manos caen gotas de cera de un cirio prematuramente encendido, gotas que son como lágrimas derramadas por sufrimientos que ya no existen y que secan rápidamente con la brisa de un triste suspiro.
Y el silencio, después el silencio, clamoroso, tan profundo que en realidad esconde una algarabía de palabras. Palabras de piedad, palabras de perdón, palabras de clemencia y palabras de arrepentimiento. Palabras que no se oyen porque se evaporan en el aire para no romper nuestra ley del respeto.
Y, cómo no, su presencia. Sólo alcanzo a ver un trozo de su corona serpenteada o un detalle de su pesada cruz. Pero da igual, sabes que está ahí, te lo dicen esas palabras peregrinas que sólo tú puedes escuchar. Te lo dicen los gorriones y vencejos que, por algún motivo, han dejado de revolotear, y te lo dicen también las ramas finas que crujen al paso de los hermanos costaleros. Te lo dice una luz que se apaga, un aliento contenido, una angustia que desaparece o una paz que sobreviene.
Te lo dice un recuerdo que vive en un sueño.
José Carlos Antequera Roa